COMO LA FRUTA DE CERCADO AJENO
“La tapia representará siempre la tentación irresistible del verdadero aficionado, la ganancia segura del pobre, el pretexto y la socaliña del perezoso, y sobre todo y para todos, el placer incomparable de la usurpación, de la conquista, de algo que se toma y no se pide, esa codicia del festín del poderoso que tantas conciencias ha extraviado”.
Hace años, los respetables señores Coello y Calderón, fundadores del periódico La Época, fueron invitados por el cura de Majadahonda a una cacería, sin indicar el sitio.
La cita era en el pueblo, y la dignidad cuasi divina del anfitrión hizo no titubear á los dos sesudos y formales aficionados. Encargóles mucho el párroco que se fuesen de noche al pueblo.
La noche y la tapia son dos elementos que andan casi siempre unidos.
Cuando llegaron, todo parecía estar dispuesto.
Era el cura hombre de tan explícita franqueza y energía, que con frecuencia solía olvidarse, y hacía á los demás que se olvidasen, del sagrado papel que representaba en la tierra.
Dio de cenar á sus invitados; hízoles la presentación de dos mozallones, que debían acompañarles en la expedición, y como queriendo evitar una idea que pareció adivinar en el semblante de sus invitados, les dijo -Esta noche no hay que acostarse; mañana dormirán ustedes la siesta. Antes de medio día estaremos de vuelta; por algo mando yo aquí y allí… Y señaló al cielo.
Ni Calderón ni Coello se atrevieron á protestar.
El párroco, en su verbosidad, continuó:
—Si me hacen ustedes objeciones no queman la libra de pólvora que han traído en los
frascos, porque supongo que ustedes, como buenos aficionados, no habrán entrado todavía por las modas del cartuchito. ¡Bah! Melindres monjas y no de hombres. ¿Que se caza más deprisa? Si hubieran aprendido como yo en las filas a morder el cartucho, ya me dirían si anda deprisa la muerte. Conque… ¡en marcha!
Los cinco expedicionarios salieron dando tropezones de Majadahonda. La noche estaba
como boca de lobo, y al parecer, a campo traviesa, emprendían la caminata.
Después de una hora de marcha, el buen cura, imitando con la boca el sonido de la
trompeta, dio la voz de alto. El día empezaba a clarear, y la brisa fresca
del amanecer de un día de otoño parecía llenar de vida los pulmones.
Uno de los mozallones sacó la bota y unas magras.
—¡Tripas hacen piernas!—exclamó el cura soltando una carcajada.
—Con el paseo se ha hecho la digestión.
Por fin se pusieron en mano y la profecía del párroco empezó a cumplirse.
Como en uña batalla menudeaba el tiroteo; la cantidad de caza era grandísima, y la fiebre de la afición embargaba a los dos señores madrileños, que apenas si tenían tiempo de reponerse de un lance para entrar en otro. De improviso, uno de los mozallones se vino hacia el cura cortando la mano, y con sonrisa maligna le dijo:
—Don Jerónimo, ahí están… ¡Y viene Rufilanchas!
—¿Rufilanchas? ¡Va a haber bronca! Señores, cada cual detrás de una encina; rueden ustedes una bala y no hay que tirar hasta que yo lo mande.
Los que venían y aparecían eran cuatro guardas, dos a pie y dos acaballo; los distintivos del uniforme decían al primer golpe de vista que eran guardas de la Casa Real. Estaban dentro del Pardo.
El párroco, acompañando a la acción la palabra, gritó:
—Mirar, ya os tengo encañonados a dos; somos cinco; no hacer mogigaterías y cada cual a su camino, que hoy traigo convidados…
Los guardas contestaron montando sus escopetas y guareciéndose también detrás de las encinas.
Tal vez la energía del cura de Majadahonda, acostumbrado a aquellos encuentros, hubiese vencido la aparente resistencia de los servidores de la Real Casa; pero la respetabilidad de los Sres. Calderón y Coello no podía mezclarse a una imprudencia de tal género, y mostrándose entrambos a pecho descubierto, rindiéronse a la autoridad constituida. El entonces gobernador de Madrid D. Fernando Marfori, intervino en el asunto aquella misma tarde.
El cura de Majadahonda ha dejado en aquellas cercanías herederos de su arrojo varonil, que so pretexto de cazar en las tapias saltan monte adentro
Pero esos alrededores han dejado de ser lo que antes eran; la codicia de los propietarios,aguijoneada por los caprichos y exigencias de la moda, ha transformado en vedados con pomposos nombres, altos cotos y uniformados y casi feroces guardas, yermos y baldíos, que hace veinte años pertenecían a esa gran masa dé propiedad indeterminada e inculta tan frecuente en España.
El común de la villa de Pozuelo formó sociedad de caza hace seis años en las tierras que en el contorno de la Casa de Campo aseguraba tener.
Los pueblos de las Rozas y Aravaca no hicieron otro tanto, porque allí los indígenas se administran por sí mismos ese disfrute, armando lazos, preparando perchas, amamantando hurones y afilando el corte de sus azadas.
La repoblación arbórea de la dehesa de Amaniel, ha guardado un poco más de cuatro años a esta parte la tapia del Pardo por este lado; pero el arrojo y la temeridad fuencarralera sigue ahorcando enemigos en lo alto de sus almenas feudales.
El extenso despoblado que en la carretera de Colmenar Viejo hay desde el convento de Valverde hasta los altos de la Puerta del Goloso, préstase, con su soledad y abandono, a todo género de hazañas cinegéticas, fuera poner puertas al campo.
La tapia representará siempre la tentación irresistible del verdadero aficionado, la ganancia segura del pobre, el pretexto y la socaliña del perezoso, y sobre todo y para todos, el placer incomparable de la usurpación, de la conquista, de algo que se toma y no se pide, esa codicia del festín del poderoso que tantas conciencias ha extraviado, el misterioso goce, que el poeta cristiano definió como ningún otro, cuando dijo:
Como la fruta del cercado ajeno…
A. Ortiz de Pinedo. 1898