Lo que voy a contar no es cuento, pero es verdad, que es mucho mejor.

sacedon1Un día examinábamos un amigo mio y yo un mapa de Castilla la Nueva, trazado en el siglo anterior. — ¿Qué tal es este pueblo? pregunté indicando con el dedo el nombre de Sacedón de Canales, que aparecía en la orilla occidental del río Guadarrama. — Ese, me contestó mi amigo, cuéntale entre los muertos. Por complacer á quien este encargo me hizo, voy á contar cómo murió el pobre Sacedón, y cómo lloré sobre sus olvidados restos. A cuatro leguas de Madrid hubo una villa de trescientos vecinos, que llevaba el nombre de Sacedón de Canales. Estaba situada a trescientos pasos del rio Guadarrama, en un vallecito que desemboca en el rio, cuya corriente tropieza allí con un cerro, y tiene que dar una penosa revuelta. Los vecinos de Sacedón tenían por costumbre inmemorial prestar su auxilio al río para que pudiese continuar su camino, y el río les mostraba su agradecimiento, absteniéndose de invadir las hermosas huertas que los de Sacedon ostentaban á su margen, y no consintiendo que subiese á la villa ninguna de las tercianas que llevaba consigo para castigar á los pueblos desidiosos o mal intencionados que le negasen auxilio o le pusiesen obstáculos para caminar. A principios del presente siglo, los vecinos de Sacedon probaron la fruta del árbol de la ciencia, es decir, supieron que el río llevaba un nombre arábigo, y determinaron negar su auxilio al infiel, sin considerar que la caridad no tiene límites. El Guadarrama hizo tiránicos esfuerzos para salvar los muros de arena que se oponían á su paso, y con furiosos bramidos llamó en su auxilio a los moradores de la villa; pero estos no se dignaron bajar á auxiliarle. Entonces el río indignado, acampó en las floridas huertas de la vega, talándolas sin misericordia, y soltó el enjambre de tercianas que llevaba consigo, y que subiendo por el vallecito arriba, invadieron la villa y se cebaron horriblemente en los moradores. Hacia 1817, Sacedón de Canales empezó á figurar como despoblado en la estadística territorial de España, y su archivo municipal yacía incorporado al de Villaviciosa de Odón, sin que hubiese nadie que por curiosidad o por interés se acercase a hojear aquellos protocolos en que durante muchos siglos se había ido reflejando la vida de un pueblo rico, y alegre y dichoso. En 1848 dirigóame yo á Villaviciosa con objeto de hacer algunas investigaciones en el archivo de aquella villa, y al salir de Madrid supe que el último alcalde de Sacedon de Canales ganaba miserablemente la vida en una chocita, en la que vendía fósforos y otros objetos, en el puente de Segovia, donde en efecto me encontré con un anciano, cuyos ojos se arrasaron en lágrimas apenas pronuncié el nombre de Sacedón. puente-segovia     — ¡El último que abandonó a Sacedon fui yo! me dijo con la profunda pena del desterrado que tiene la certidumbre de que nunca ha de tornar a la patria. — ¿Y no ha vuelto usted nunca por allá? — ¡Nunca! — ¿Por qué? — Porque al llegar allí me moriría de pena; y allí no existe ya aquel campo-santo adornado de cipreses y rosales donde descansaban mis padres, mi esposa, mis hijos, mis hermanos y mis amigos! Comprendí el dolor del anciano y continué tristemente mi camino, que yo era también desterrado y veía á lo lejos un campo-santo donde duermen el sueño eterno muchos seres queridos, y donde tal vez no me será dado dormirle! — ¿Dónde está Sacedón de Canales? pregunté al mayoral de la diligencia al llegar a las alturas que dominan a Villaviciosa. — ¿Ve usted allá, al otro lado del valle, una cañada cubierta de árboles que baja hasta el río? me preguntó el mayoral señalando hacia el poniente. paisaje2— Sí. — Pues aquella es la barranca del Muerto. — ¿Pero dónde está Sacedón? — Estaba en aquella barranca. — ¿Y no queda ya nada del pueblo? — Haga usted cuenta que nada. — Me parece que á la derecha de los árboles se distingue un edificio. — Es la torre de la iglesia, que es lo único que queda del pueblo. — ¿Y por qué llaman al sitio donde estuvo el pueblo la barranca del Muerto? — A la cuenta será porque ha muerto el pueblo. Sonreíme de la lógica del mayoral, aunque a la verdad menos sólida la usan muchos etimologistas que blasonan de padres maestros, y aquel día no volví a acordarme de Sacedón de Canales. Al siguiente me fui al archivo municipal, y al ver en el rincon mas oscuro cubiertos de polvo y telarañas completamente olvidados los legajos pertenecientes al de Sacedón, yo no sé qué misterioso sentimiento se apoderó de mí: me parecía que el espíritu de la villa desolada había sobrevivido a la materia, y desde aquellos papeles que le servían á la par de cárcel y de refugio, pedía misericordia. Ocho días pasé examinando los protocolos de Sacedón, familiarizándome con el nombre de sus moradores, con sus plazas, con sus calles, con sus campos, con sus discordias, con sus calamidades, con sus amores, con sus fiestas, con su vida, en fin, de tal modo, que al cabo de aquel tiempo me parecía haber vivido en Sacedón y conocerle como el anciano que no podía pronunciar su nombre sin llorar. Una tarde tomé el camino del Guadarrama. Aquel camino empezó á despertar en mí el sentimiento indefinible que despiertan las ruinas, porque la yerba y la zarza brotaban en él, y lo que tenia evidentes trazas de haber sido carretera muy frecuentada, era ya una senda estrecha y solitaria. Aquel camino conducía en otro tiempo a la villa de Sacedón de Canales, y ya solo conducía á la barranca del Muerto! Un recuerdo de mi niñez acudió entonces a mi memoria. Había en mi aldea dos caseríos separados por un verde prado, y en ellos vivían dos jóvenes amantes. A fuerza de visitarse estos mutuamente, fueron señalando en el prado una senda que se distinguía perfectamente desde lejos. El joven’ murió, y quince días después la senda había desaparecido, porque la yerba había vuelto a brotar en ella. Tal fue el recuerdo que acudió a mi memoria al recorrer el camino por donde en otro tiempo se visitaban mutuamente Sacedón de Canales y Villaviciosa de Odón. sacedon   La tarde estaba triste, triste como la idea y el sentimiento que las ruinas inspiran. Llegué a la orilla del Guadarrama, y en la margen opuesta, allí donde en otro tiempo se extendian fructíferas huertas y arboledas, solo encontré inútiles juncales y ponzoñosas lagunas. El río rugía colérico, como si su venganza no estuviese aun satisfecha con la desolación a que había condenado a la vega que en otro tiempo fecundaba. Y sin querer detenerme en aquella triste soledad, tomé vallecito arriba. Apenas habría dado trescientos pasos, alcé la vista y miré en mi derredor, buscando la villa en que yo había vivido con el pensamiento por espacio de ocho días, y el corazón se me oprimió de tristeza al ver la soledad que reinaba allí donde la vida y la alegría reinaron en otro tiempo. ¡Ay! era un inmenso hogar, desierto, frío, desamparado, el que mis ojos contemplaban. A mi derecha, una heredad donde el trigo brotaba difícilmente entre escombros, y en medio de la heredad, un campanario sin cruz y sin campanas, inútil para la tierra y el cielo, como un corazón sin amor y sin fe! A la izquierda, intrincados zarzales, entre los que se descubrían algunos álamos agobiados por la vejez y el desamparo, y tal vez, Dios mio, por los recuerdos de las alegres fiestas y los dulces amores que protegieron con su sombra! A mi derecha, los gritos de las urracas, y a mi izquierda el sordo murmullo de un arroyo, me parecían la quejumbrosa voz de aquellos muertos, cuya última morada había ido á surcar y profanar el arado del labrador. Haces bien, exclamé, haces bien, pobre anciano del puente de Segovia, en no tornar a estas soledades, que estas soledades gritan: — «¡Oh, vosotros, los que por aquí pasáis, contemplad y ved si hay un dolor como el nuestro!» Sobre las santas ruinas del templo doblé la rodilla, y recé y lloré. Para qué he de decir lo que entonces sentí, si los que no tienen corazón no lo han de comprender, y los que le tienen lo comprenden sin decírselo! Luego me interné en los zarzales de la izquierda, donde el arroyo murmuraba tristemente, ¡ en la barranca del Muerto! que en muchos de los procesos conservados en el archivo municipal de Villaviciosa había yo leído pasajes como este: — «E otro sí dijo que la querella acaeció en la alameda allende el arroyo, do es la fuentecica de la villa, e do se ayuntan los mozos e las mozas las tardes de disanto para se solazar ,» y deseaba refrigerar mis labios en la fuentecica de la villa, y sentarme al pié de los álamos donde se solazaban las tardes de disanto los mozos y las mozas. ¡Solo encontré una charca cenagosa, y esparcidos en sus cercanías algunos troncos de álamos podridos! Y entonces, fatigado de emoción, incliné la vista al suelo y levanté el corazón a Dios, pensando cuán triste seria la tierra si tras lo perecedero de ella no estuviese lo eterno del cielo, y descendí tristemente por la barranca del Muerto.

Cuentos Campesinos. Antonio de Trueba. 1865trueba_antonio