CAZADEROS DE MADRID ( A. Ruiz de Pinedo ) 1898

 

villafrancaOculto en la rinconada que forma el Guadarrama cuando al caer de la sierra entra ya en la llanada que le lleva á morir en el Tajo, á la sombra que proyecta lejana los cerros de Torrelodones, hay un monte casi ignorado de los cazadores madrileños.

Apenas si la afición de Madrid, llevada por otros caminos en alas del ferrocarril, ha visitado estos lugares que, á 15 kilómetros por la vieja carretera de Castilla, existen en ese gran criadero que forma la cuenca cazadora del río Guadarrama.

Gusto de cazador y afán de madrileño neto me excitaban de continuo hacia tan encantador lugar del que frecuentemente oía hacer fantásticos elogios.

Solicité un permiso para conocerlo hasta haciendo abdicación de mi inofensiva escopeta; pero ciertos inquebrantables rigorismos de etiqueta quebraron también por este lado mi propósito.

La necesidad apremiante de no olvidar en este librejo un tan renombrado cazadero, era nuevo acicate, porque hubiese deplorado en la mera fidelidad de los hechos, tener que llenar las páginas correspondientes á este cazadero con una sola línea en que dijera como al llegar á Pesadilla y las Pueblas: cazadero famoso, pero impenetrable; dicen que hay mucha caza, nada puedo asegurar; en el mapa no se indica este detalle.

Pero la etiqueta de Villafranca aunque dura, no parece descender de olímpica grandeza y cuando menos lo pensaba recibí un día, de un excelente amigo, modelo de caballeros, la carta que transcribo:

Amigo Pinedo: Mañana, á las seis, estaremos á la puerta de su casa; vamos á Vfllafranca, Joaquín Gómez de Velasco, Manuel Alcazer, mi hermano Vicente, usted y yo. Cargue 150 cartuchos, no olvide la puntería.Estaremos dos días y con este frío de Diciembre es casi seguro ver las chochas. Hasta luego; su inocente amigo.
JORGE MARTÍNEZ.

Al fin se descubría el misterio, y, sobre todo, en cariñosa é incomparable tertulia que anunciaba la carta, donde entreveíanse cuarenta y ocho horas felices presididas por la galantería de Jorge Martínez.

Preparé los bártulos, di mi conformidad con una tarjeta donde, en tono de piedad, decía: «siquiera á las seis y media.

El ruido de las colleras en la calle me sacaron de las negras profundidades del sueño, y cuando estimulado por aquel fervor de buenos cazadores me vestía á todo escape, oía allá abajo estallar la impaciencia de mis compañeros que, no pudiendo contenerse, rompió en alegre y retumbante clamor de trompetería.

—Señores, son las cinco y media.

—¡Adentro, tumbón, viejo, mal cazador!

Y Vicente, atronándome todavía con sus toques de corneta, me empujaba, echaba sobre la vaca del coche mi equipaje, y cerrando de un golpe la portezuela, dijo; ¡Barquillo, 8!

—Me parece que á las seis y media…

—Todavía esa historia de abuelos melindrosos; á Villafranca se va antes que á ninguna parte.

Joaquín llevaba esperando desde la cinco, y con los lentes empañados, asaltó el coche refunfuñando de la poca puntualidad.

Volvió á salir á cuento mi abusiva pretensión, y al recoger á Alcázar nos aprovisionamos de pan caliente. —¡Ciríaco, á Villafranca!—gritó Vicente, volviendo á aplicar la fuerza de sus pulmones á la bocina de caza.

Con el día saludamos las torres de Villaviciosa, en Brunete esperaba el capitán de los ojeadores, y á las nueve pisamos Villafranca.

OLYMPUS DIGITAL CAMERA

—¿Qué tal, vale la pena?

—Magnífico paisaje: si me traen con los ojos vendados y al llegar á ese sitio me preguntan dónde estaba, hubiera replicado: En Extremadura ó en la llanada de Talavera.

La mancha obscura de los montes madrileños, escasos de horizontes, no existía allí, parecía otra tierra; el encinar viejo y copudo estaba fresco, sin monte bajo apretado; la vista se dilataba, se perdía, escudriñaba los rincones del horizonte; verde alfombra sin calvas, entonaba con su matiz incomparable el cuadro; la nombradía de Villafranca tenía en aquella primera impresión otro nuevo entusiasta.

Los confines del monte los formaban extensas tierras de labor cultivadas, hectáreas y más hectáreas de viñedo; tres ó cuatro rebaños de ovejas iban entrando en el monte; no cabía duda, donde hay trabajo hay tierra feraz; donde hay comida hay caza. En un cuarto de hora se preparó el primer ojeo; la bulliciosa algarabía de los batidores anunció á las primeras voces ¡las perdices!, y el fuego nutrido corrió toda la línea.

Las escopetas más tristes se ponen delirantes en Villafranca; la conejería acomete en ejército; hay momentos en que parece que se mueve el suelo, no falta salpicón de liebre, y las valientes patirrojas entran repullándose para salvar las copas del encinar.

Á las doce hicimos rancho, y se contaron 40 piezas.

Á medida que íbamos internando en el monte, la solemnidad agreste de aquel sitio crecía en encantos; parece que está dispuesto para los ardides todos del arte de cazadores: grandes y extensas laderas, anchas mesetas, angostas vertientes, que con el plomo, se dominan de falda á falda y siempre un suelo blando, formando con su vegetación baja fácil encame á la caza de pelo, como ocultadero confiado á la de pluma.3_dsc1107-copia

Los tonos alegres del roble matizan el cuadro, y, sobre todo, me expliqué las condiciones excepcionales de aquel cazadero al dar vista á la meseta donde se asienta el castillo titular de la finca. Sobre una elevada colina álzase la casi derruida y agrietada mole de piedra y de ladrillo; las laderas de aquel cerro de rápida caída, vierten por Este y por Oeste á las extensas vegas donde se abren los cauces de los ríos Guadarrama y Aulencia, formando el cerro al Sur una angostura de prominente cabo que viene á morir en el encuentro de entrambos ríos.
El difícil problema de los cazaderos estriba en unir á la fecundidad primaveral del soto, el abrigo invernal del monte: son aquéllas dos dilatadas vegas donde los ríos corren por cauces y vifurcaciones naturales, dando vida y savia á tupida vegetación de tarayes, juncos, zarzales y magníficos y señoriales fresnos. En el encuentro de los ríos se eleva alta alameda de chopera añosa, cuyo ropaje en verano forma tupida é impenetrable bóveda de verdura al ardiente sol de la tierra madrileña.

No es necesario haber cazado en distintos puntos y comarcas, prestar á esta diversión el meditado estudio de un arte que ni se aprende ni se domina en un día, para comprender el poderoso elemento de vida que presta á un monte la frescura de un soto. Soto con arboleda y entretejida vegetación; soto del rio Guadarrama, el río de los cazadores madrileños, que desde que nace hasta que muere le siguen cazando en sus márgenes, las más fecundas de España toda, que lleva la nieve de las cumbres, á cuyas faldas duermen Los Molinos, Collado y Cercedilla, á los abiertos campos de la Sagra toledana; río de eternos recuerdos que, como vena del cuerpo de Castilla, vierte su sangre en la arteria poderosa del principal y sacrosanto Tajo.

Todos estos pensamientos y exclamaciones me asaltaron al encontrarme en el soto del Guadarrama en Villafranca, y mis ideas no eran equivocadas: el fuego á discreción de mis amigos á la batiente conejería que cruzaba en todas direcciones, era testimonio de mi creencia; no muy lejos distinguí la mancha amarillenta del carrizal, el gran refugio de las agachadizas, es decir, en cien metros de extensión todos los placeres del arte de cazar.

Atravesamos el río, y el último ojeo, casi á la caída de la tarde, fué espléndido; las escopetas, tendidas á lo largo de la ladera del castillo sobre el Aulencia, llegaban hasta la misma tapia de la antigua y derruida mansión de opulentos señores de Villafranca. Las líneas características del castillo, destacándose sobre el rojizo fondo del sol poniente; la mole pareciendo agrandarse con la indecisa luz crepuscular; ese silencio que viene con la tarde; la idea triste y solemne del día que muere, prestando su último destello á aquella página de piedra, todo parece invitar á la meditación y al recogimiento.

La curiosidad evoca en aquel instante; los recuerdos de épocas que fueron, y hay como necesidad de tender un hilo misterioso que en secreta corriente nos lleve á otras edades; con la sombra de la noche que llegaba, parecían surgir por entre las almenas los moradores que el tiempo ha hecho ya polvo; la luz amarillenta del zenit penetrando por entre las grietas, vislumbrándose a través de los abiertos y desvencijados huecos de las rotas ventanas, simula la iluminación interior del edificio, y una pregunta se impone: ¿cuánto tiempo hace que no hay nadie en ese castillo?

(Continuara)